De los avatares de la estrechez o cómo aprendí a dejar de temer a los espacios cerrados y amar a la claustrofobia
Nunca me han gustado mucho las concentraciones de gente, menos aún en espacios cerrados donde la estrechez es inversamente proporcional a la calma interior que uno arduamente lucha por mantener en el lugar de trabajo. Así que desde que nos mudamos al Invernadero he tenido que vérmelas con esta especie de aversión al excesivo contacto humano.
Todo se resume en un ambiente de "tensa calma" como les gusta decir a los periodistas para referirse desde al lugar donde ha ocurrido un atentado terrorista hasta al jardín de infantes donde las madres protestan por el desayuno escolar. Hay un silencio delicado que se proyecta desde los rostros cejijuntos de los que trabajan en sus computadoras o en sus dibujos. Uno teme hacer hasta el más mínimo movimiento que podría interrumpir las hondas cavilaciones metafísicas del Luis Fi o de Pesántez. Es más, es tan incómodo todo que hasta parece que los demás podrían escuchar tus pensamientos. Tengo miedo, incluso, de que el teclear que ahora hago para escribir esto pueda estar incomodando a alguno de mis vecinos, por lo que antes de que uno de ellos se abalance sobre mí empuñando su esfero de rojo o portaminas o pincel, termino mi nota y me despido, sigilosamente, desocupados lectores.
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